jueves, 17 de agosto de 2017

Passengers: amor tóxico y Síndrome de Estocolmo

El reciente estreno en Movistar+ de Passengers nos lleva a reflexionar (con spoilers) sobre esta cinta hollywoodiense que entre toda una oleada de despropósitos, lanza un mensaje claramente nocivo sobre el amor y mitifica las relaciones tóxicas, convirtiéndolas en una especie de Síndrome de Estocolmo travestido de romanticimo del Siglo XXI, en el que entraremos más adelante.

Para aquellas personas que no la hayan visto (y que no se pierden nada, dicho sea de paso), el argumento es el siguiente: una nave espacial interestelar transporta desde la Tierra a Homestead II a 5.000 personas y 258 tripulantes en estado de hibernación para que allí empicen una nueva vida. Durante el trayecto, que debería durar 120 años, despierta por error a los 30 Jim Preston (Chris Pratt).

Partiendo de esta premisa comienza una de las películas con el argumento más flojo, simple y anodino de los últimos tiempos:

El primero de los errores es, sin lugar a dudas, su duración: 116 largos minutos de lento metraje que lleva al espectador de VOD a plantearse en más de una ocasión coger el mando a distancia y acabar con todo. La película fácilmente podría contar lo que quiere en 90 minutos, consiguiendo un producto ligero y sin pretensiones en lugar de rellenar tres cuartos de hora con planos de (el culo de) Chis Pratt que no consiguen que quien la está viendo empatice o se meta en la piel de Jim Preston. Pratt, actor de moda y majete donde los haya, no transmite ni un ápice de la desesperación de su personaje, es imposible saber lo que siente en cada momento, el paso del tiempo sólo se refleja en la longitud de su barba y su interpretación se queda a medio camino entre en Náufrago de Tom Hanks y Michael Fassbender/David pasándoselo pipa en la Prometheus.


Por si esto no fuera suficiente, poco después del despertar de Jim, nos dan la más absurda explicación de la emigración humana hacia otros planetas, previo peaje de 120 años en hibernación: la Tierra está muy llena y la gente vive más cómoda en las colonias lejanas. Aquí no hay erupciones solares, virus letales o invasiones alienígenas, sólo el mero disfrute de encontrar una cala desierta en un Benidorm atestado en pleno mes de agosto.

Bajo esta premisa, los avatares se cumplen y la película empeora: tras casi una hora de desidia, el personaje de Chris Pratt, que no ha dado la impresión de preocuparse mucho por los demás pasajeros, se topa de repente con la cámara de Aurora Lane (Jennifer Lawrence) y se prenda de ella (como el príncipe Felipe cuando ve a la otra Aurora, la de la Bella Durmiente, en su eterno sueño, pero como si nunca hubieran cantando juntos en el bosque). Que si quiero y no quiero, pero tampoco me resisto mucho, la termina despertando, algo que, por otra parte, era un secreto a voces.

Aunque es más que evidente que Lawrence brilla más que Pratt, el personaje de ella está tan mal construido como el de él, sin un transfondo ni un motivo claro para viajar a Homestead II, más allá de querer ser la primera escritora que ha contado una experiencia similar: tiene pinta de ser una niña bien que viaja en primera clase y mientras critica a las multinacionales que se forran con la colinización humana no es capaz ni de sacarle a Pratt por qué viaja él exactamente. Si pensábamos conocer algo más de ambos, nos hemos quedado con las ganas.

Y a partir de aquí, abajo el feminismo, arriba las relaciones tóxicas y hola al Síndrome de Estocolmo: cuando Aurora descubre que Jim la ha despertado porque no quería morir solo en la nave, él decide que podría ser una buena idea activar la megafonía y soltarle el discurso de "no debería haberlo hecho pero...". A ella el enfado le dura poco, porque en el momento en el que la cosa se pone fea, adiós al sueño de ir y volver de Homestead II y hola al amor, que aunque me haya condenado a morir literalmente (y figurada de aburrimiento) en esta nave, el pobrecillo no tenía mala intención y además se arrepiente desde hace un rato.

Passengers lanza una serie de mensajes nocivos y machistas sobre las relaciones que ni en el contexto de una película romática deberían estar aceptados: renunciar a tu sueño por un hombre/mujer egoísta no es dejarlo todo por amor; perdonar cualquier cosa porque esa persona es el amor de tu vida no es una buena opción y emplear el Síndrome de Estocolmo sentimental como arma para que alguien permanezca a tu lado, es sucio y rastrero.

Pero señores, esto es Hollywood, usamos unos decorados y unas imágenes en CGI (bien hechos, eso sí), lo vendemos como un romance sci-fi, lo promocionamos bien y la gente ni se queja. Al menos Lawrence logró que la guerra de los salarios le diera la razón.

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