miércoles, 17 de septiembre de 2008

Magdalena penitente y el árbol de los sueños rotos


En toda

la mañana no había hecho otra cosa que ver pasar gente. Un trabajo estúpido, como casi todos. Chaqueta, corbata, el eco de lo que fueron unos bonitos zapatos y el instinto asesino siempre a punto para avivar cualquier muestra de furia de alguno de los vivitantes. A Berta podías llamarle Magdalena Penitente, retrato de caballero anónimo, la calavera de Adán en el Gólgota, el primer beso, podía dejar de ser ella misma, quería dejar de serlo, podía ser cualquier cuadro de los que colgaban en el Museo, podía ser cualquier columna o cualquier bocanada de aire; desde el momento en que entraba hasta que desaparecía por la puerta no era quien quería ser, y hasta que no acabara su jornada, no volvería a ser ella misma. Perdida en su ensimismamiento las respuestas mecánicas a ¿dónde está el baño? y ¿cómo puedo ir a la planta baja? dejaban su mente abierta para soñar con todas las personas que le gustaría ver pasar por aquella puerta y jamás lo harían.

Se acordaba de un profesor de instituto que una vez le dijo que jamás llegaría a nada en su vida y le imaginaba riéndose de su fracaso cuando la viera detrás de aquel mostrador, aunque podría ser que hubiera fallecido hacía algunos años estrellando su coche y a la prostituta que llevaba dentro junto a la fachada de su casa en las afueras, en la que su mujer y sus suegros le esperaban para partir a su reunión dominical con los miembros de la parroquia. De todos los hombres que habían pasado por su vida soñaba con que el que apareciera fuera Patrick, siempre Patrick, el londinense de interminables pestañas que la dejó plantada en su habitación de hotel el día antes de volver de un frenético Erasmus en Roma. Como perdió la oportunidad de decirle a Dita lo increíblemente bella cuando se cruzaron en uno de los pasillos de la planta alta, si esta vez fuera Kylie, no perdería la oportunidad. Perdone, ¿la exposición temporal?-Y a Sergio, jugábamos tanto de pequeños, qué habrá sido de él. Por este pasillo, mitad de la galería a la izquierda. O Sonia, su hermana, era tan guapa-¿Que si me ha dicho derecha o izquierda?-Izquierda, señora, si ve a Al Pacino en los primeros setenta dígale que se pase a saludarme-¿Perdón?-Pasadas las columnas a la izquierda, sí. El vendedor de encurtidos de la galería de alimentación que le regalaba piruletas de corazón antes de desprenderse de sus dientes de leche; una amiga del jardín de infancia de la cuarta puerta a la izquierda pasadas las columnas que nunca pudo despedirse; el niño que conoció aquel verano en Roquetas que se quemaba sólo cuando tomaba el sol de seis y media a siete menos cuarto y pasaba los quince minutos de furia agazapado bajo su toalla; el profesor de Ideas Estéticas -bajando por esta escalera, sala 49- con un contrato de trabajo y un billete a Nueva York bajo el brazo; su primer novio con, seguramente, algo más de experiencia; su último novio claro que sí, pero en diferentes idiomas, con una disculpa y algo menos de promiscuidad; Alexis Bledel con un modelito encantador; Andrew Vanwyngarden que pasaba por aquí y cree que llegará tarde al concierto; Wong Kar Wai y puede llevarse los que quiera el guión de su nueva película con un papel protagonista... De cómo sonreír a una maldita pared blanca, capítulo segundo.

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