Es curioso
como las cosas más triviales y livianas te persiguen un día tras otro hasta que las solucionas; malditos fantasmas del pasado. Acosan en todas las esquinas y cuando menos te lo esperas, ahí estás frente a frente con ellos, con el tiempo justo para darte la vuelta y salir corriendo, dejando atrás el frente a frente.
El problema es que él era demasiado guapo para permitir que se perdiera; tal vez le hubiera hecho falta peinarse un poco, pero eso daba igual, porque tenía la habilidad de hacer que te enamoraras de él, quisieras o no, tan sólo con mirarte. Lo malo era que con la misma facilidad con la que te obligaba a desear cada milimetro de su cuerpo, te rompía el corazón. Siempre dijo que no podía evitarlo, quizá se cansara pronto de las cosas, pero cuando vi la posibilidad de que la vida diera al traste con su hermoso rostro fui incapaz de separarme de él.
Nunca aparentó cumplir más de veinte, ni aún en sus peores momentos, y años después de conocerle, sigue siendo igual. La mayoría no podía apartar la mirada cuando sonreía, porque en ese momento un escalofrío recorría tu cuerpo y no dejabas de sentirlo hasta que se marchaba. Cuando sabía que no me miraba podía deleitarme en esa sonrisa, pero sentir sus ojos azules para mí ya era demasiado; ni siquiera con el tiempo fui capaz de calcular el momento exacto en el que me ruborizaba cuando sentía que se volvía hacia mí, pero intuyo que siempre era demasiado pronto.
Cuando estar con él se volvía insoportable, pensaba que se acercó a mí por primera vez porque mi vulnerabilidad cayó sobre él en forma de cerveza derramada sobre la barra del bar el día que le sentí lo suficientemente cerca. Así empezó todo, con ese aire quinceañero tan molesto que intenté no volviera a repetirse; creo que lo conseguí.
Fue su estúpida manía de arruinarse la vida la que consiguió que cada vez tuviera que acercarme a él un poco más y romper todas las barreras de su mente, porque él no podía marcharse sin decir hola y adiós a un mundo que para él sólo era un espectador. Estúpido engreído, como si todos bailaran a su alrededor. El día que le encontré en la cama con otra y tras un fallido intento de unirme a ellos pensé que ya era hora de abandonarle, ¿pero para qué? Aunque tarde o temprano hubiera recogido todas mis cosas siempre se quedaría atrás la más importante, quizá entre el sofá y la pedantería o entre la cama y el olor que dejaba en las sábanas, pero si me marchaba siempre lo dejaría a él detrás, siguiéndome a donde fuera como el espíritu errante que siempre quiso ser y nunca fue capaz.
Con los meses y seguramente algún año también, todo acabó como debió hacerlo, poco a poco: yo me cansé de él y él se cansó de sus tentativas de autodestrucción, conservando en la melancolía por no haber podido abandonar este mundo a su debido tiempo, el aire que seguiría haciéndole irresistible. Cuando lo veo por la calle y no tengo ganas de salir corriendo, vuelvo la espalda a su sonrisa en el momento justo en el que ese escalofrío incontrolable da al traste con mi intención de retirarme poco a poco y con valentía. El problema es que es demasiado guapo como para salir corriendo. De cómo dar la espalda al frente a frente, capítulo primero
como las cosas más triviales y livianas te persiguen un día tras otro hasta que las solucionas; malditos fantasmas del pasado. Acosan en todas las esquinas y cuando menos te lo esperas, ahí estás frente a frente con ellos, con el tiempo justo para darte la vuelta y salir corriendo, dejando atrás el frente a frente.
El problema es que él era demasiado guapo para permitir que se perdiera; tal vez le hubiera hecho falta peinarse un poco, pero eso daba igual, porque tenía la habilidad de hacer que te enamoraras de él, quisieras o no, tan sólo con mirarte. Lo malo era que con la misma facilidad con la que te obligaba a desear cada milimetro de su cuerpo, te rompía el corazón. Siempre dijo que no podía evitarlo, quizá se cansara pronto de las cosas, pero cuando vi la posibilidad de que la vida diera al traste con su hermoso rostro fui incapaz de separarme de él.
Nunca aparentó cumplir más de veinte, ni aún en sus peores momentos, y años después de conocerle, sigue siendo igual. La mayoría no podía apartar la mirada cuando sonreía, porque en ese momento un escalofrío recorría tu cuerpo y no dejabas de sentirlo hasta que se marchaba. Cuando sabía que no me miraba podía deleitarme en esa sonrisa, pero sentir sus ojos azules para mí ya era demasiado; ni siquiera con el tiempo fui capaz de calcular el momento exacto en el que me ruborizaba cuando sentía que se volvía hacia mí, pero intuyo que siempre era demasiado pronto.
Cuando estar con él se volvía insoportable, pensaba que se acercó a mí por primera vez porque mi vulnerabilidad cayó sobre él en forma de cerveza derramada sobre la barra del bar el día que le sentí lo suficientemente cerca. Así empezó todo, con ese aire quinceañero tan molesto que intenté no volviera a repetirse; creo que lo conseguí.
Fue su estúpida manía de arruinarse la vida la que consiguió que cada vez tuviera que acercarme a él un poco más y romper todas las barreras de su mente, porque él no podía marcharse sin decir hola y adiós a un mundo que para él sólo era un espectador. Estúpido engreído, como si todos bailaran a su alrededor. El día que le encontré en la cama con otra y tras un fallido intento de unirme a ellos pensé que ya era hora de abandonarle, ¿pero para qué? Aunque tarde o temprano hubiera recogido todas mis cosas siempre se quedaría atrás la más importante, quizá entre el sofá y la pedantería o entre la cama y el olor que dejaba en las sábanas, pero si me marchaba siempre lo dejaría a él detrás, siguiéndome a donde fuera como el espíritu errante que siempre quiso ser y nunca fue capaz.
Con los meses y seguramente algún año también, todo acabó como debió hacerlo, poco a poco: yo me cansé de él y él se cansó de sus tentativas de autodestrucción, conservando en la melancolía por no haber podido abandonar este mundo a su debido tiempo, el aire que seguiría haciéndole irresistible. Cuando lo veo por la calle y no tengo ganas de salir corriendo, vuelvo la espalda a su sonrisa en el momento justo en el que ese escalofrío incontrolable da al traste con mi intención de retirarme poco a poco y con valentía. El problema es que es demasiado guapo como para salir corriendo. De cómo dar la espalda al frente a frente, capítulo primero
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