Siete y diez,
llego algo tarde, pasado Sol el tren se detuvo algo más de diez minutos; jamás me pilla de sorpresa y creo que debería haber calculado mejor el tiempo. Con cuidado de no romperme un tacón por las escaleras de subida a la calle, golpeo con el bolso la manga de un jersey verde que inmediatamente me pide disculpas en un español dudoso. Siete y veinte y voy preparando las disculpas: no sabía qué ponerme, me olvidé del teléfono y tuve que volver a por él, el tren estuvo parado más de media hora, lo de siempre. Pasadas las siete y media comienzo a sospechar, pero treinta minutos más tarde, ya es oficial, me han dado plantón.
Sola en el bar de siempre en el que la luz es tan tenue que cuesta leer la carta, prefiero el clásico, caña doble con limón; mientras espero, la manga de un jersey verde me sujeta delicadamente el brazo y me pide fuego. Enciendo algo que huele a Amsterdammer en el momento en que empiezo a preguntarme si lo que hay más allá del cigarrillo son dos ojos azules enmarcados por unos rizos color castaño sujetos por un pañuelo color salmón.
Cuando pasado un rato aquel desconocido vuelve a pedirme fuego, soy yo quien decide pedirle un cigarro y desde entonces, no soy capaz de quitarle los ojos de encima al rostro lampiño que de vez en cuando deja escapar una sonrisa. Creo que se ha dado cuenta que mi cigarro se consume y la cerveza se calienta. Después de sonrojarme, supongo que lo más sensato es mirar al suelo, opacos baldosines blancos y negros, pequeñas grietas que dibujan líneas infinitas, algunas pelusas que se mecen al ritmo de un aire acondicionado quizá demasiado bajo, botas negras de cordones, pantalones pitillo de lo que parece ser un estampado selvático aunque confío en que la falta de luz y haberme olvidado las gafas antes de salir, me estén jugando una mala pasada.
Siento que vuelvo a sonrojarme cuando me descubro a mí misma entornando los ojos e intentando descubrir el mensaje de la camiseta negra que se levanta un poco al deshacerse del jersey, aunque algo me dice que las letras deberían ser leídas por el otro lado. Jamás se me hubiera ocurrido pensar que aquella misma noche con la luz de la luna reflejada en la cama de su habitación de hotel, conseguiría descifrar el mensaje. De cómo susurrar a la manga de un jersey verde, capítulo primero
llego algo tarde, pasado Sol el tren se detuvo algo más de diez minutos; jamás me pilla de sorpresa y creo que debería haber calculado mejor el tiempo. Con cuidado de no romperme un tacón por las escaleras de subida a la calle, golpeo con el bolso la manga de un jersey verde que inmediatamente me pide disculpas en un español dudoso. Siete y veinte y voy preparando las disculpas: no sabía qué ponerme, me olvidé del teléfono y tuve que volver a por él, el tren estuvo parado más de media hora, lo de siempre. Pasadas las siete y media comienzo a sospechar, pero treinta minutos más tarde, ya es oficial, me han dado plantón.
Sola en el bar de siempre en el que la luz es tan tenue que cuesta leer la carta, prefiero el clásico, caña doble con limón; mientras espero, la manga de un jersey verde me sujeta delicadamente el brazo y me pide fuego. Enciendo algo que huele a Amsterdammer en el momento en que empiezo a preguntarme si lo que hay más allá del cigarrillo son dos ojos azules enmarcados por unos rizos color castaño sujetos por un pañuelo color salmón.
Cuando pasado un rato aquel desconocido vuelve a pedirme fuego, soy yo quien decide pedirle un cigarro y desde entonces, no soy capaz de quitarle los ojos de encima al rostro lampiño que de vez en cuando deja escapar una sonrisa. Creo que se ha dado cuenta que mi cigarro se consume y la cerveza se calienta. Después de sonrojarme, supongo que lo más sensato es mirar al suelo, opacos baldosines blancos y negros, pequeñas grietas que dibujan líneas infinitas, algunas pelusas que se mecen al ritmo de un aire acondicionado quizá demasiado bajo, botas negras de cordones, pantalones pitillo de lo que parece ser un estampado selvático aunque confío en que la falta de luz y haberme olvidado las gafas antes de salir, me estén jugando una mala pasada.
Siento que vuelvo a sonrojarme cuando me descubro a mí misma entornando los ojos e intentando descubrir el mensaje de la camiseta negra que se levanta un poco al deshacerse del jersey, aunque algo me dice que las letras deberían ser leídas por el otro lado. Jamás se me hubiera ocurrido pensar que aquella misma noche con la luz de la luna reflejada en la cama de su habitación de hotel, conseguiría descifrar el mensaje. De cómo susurrar a la manga de un jersey verde, capítulo primero
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